Juan de Dios de la Rada y Delgado fue un importante intelectual español del siglo XIX. Fue el encargado de redactar la memoria de la expedición española por el Mediterráneo oriental de 1871, Viaje a Oriente de la fragata de guerra Arapiles y de la comisión científica que llevó a su bordo, editada en Barcelona en tres volúmenes en 1876. De Rada dedica varios capítulos a Estambul y a los turcos y sus costumbres destacando el del narghile:
Otro de los utensilios para fumar, que ya hemos nombrado con frecuencia, es el narghilé o narguilé, compuesto de una botella, a cuya boca se adapta un aparato especial que contiene el recipiente para el tabaco, recipiente lleno de agujeros, a manera de colador, para que dé paso al aire y comunique con el agua, perfumada frecuentemente con esencia de rosa, que se coloca en la botella. Este aparato, que es de cobre, de metal blanco o plata, tiene un apéndice que comunica con un largo y flexible tubo de cuero, liado en espiral por finísimo alambre, todo hábilmente trabajado, a cuyo extremo está la boquilla, generalmente del mismo metal, y a veces de ámbar. El flexible tubo tiene muchos metros de largo, pues su objeto es llevar el humo del tabaco desde el suelo o una mesita en que se coloca el narguilé, hasta los labios del fumador, muellemente recostado en el diván. El tabaco especial que se fuma en estos aparatos es el llamado tombéki, mezclado con otras plantas de fuertísimo olor, y aunque lavado dos o tres veces inmediatamente antes de colocarlo en pequeños trozos, pero no picado, en el recipiente, conserva propiedades muy activas debidas a los principios que la componen, y principalmente a la mucha belladona que con que se le mezcla. Como el tabaco está húmedo, hay que ponerle encima ascuas, cuidando un sirviente de avivar la combustión, para lo cual sopla fuertemente sobre ellas. El humo hay que absorberlo con grande esfuerzo, pues tiene que atravesar las sinuosas vueltas del flexible tubo, y desalojar el agua, a través de la cual pasa, produciendo un ruido especial, un gorgoriteo, si se me permite usar esta palabra para expresar la idea, sonido que se parece al que usan los gatos cuando se hallan cómodamente adormilados, y que mejor recuerdan el extertor de un pecho moribundo. Imposible parece que tanto placer encuentren los orientales en el uso de este aparato, y que sean locamente aficionados a él, no sólo los hombres, sino las mujeres y los mismos adolescentes.
Los baños turcos son otra actividad que fascina a los viajeros. La visión de de la Rada de los baños turcos procede en parte de sus lecturas. Sin embargo este autor realiza un estudio en profundidad de esta práctica higiénica desde otras perspectivas. La religión participa en la interpretación de la realidad. "El cristianismo, predicando la elevación del espíritu sobre la materia, hizo caer en desuso los minuciosos cuidados del cuerpo perecedero, como prácticas propias de los paganos: los musulmanes, en cambio, cumpliendo con un deber religioso e higiénico, las han convertido en una necesidad y un deber".
El tema de los baños turcos es bastante más complejo que una simple medida de limpieza. El origen de los baños en las termas romanas fue señalado por Gautier en Constantinople como una herencia de los antiguos pobladores de Estambul. El ocio, la pereza y la vida dedicada a los placeres son elementos que marcaron el fin del Imperio Bizantino. La opinión de los viajeros sobre el Imperio Otomano en su última fase se empeña en trazar un paralelismo entre ambos imperios que vaticine el final del otomano. La visión de Juan de Dios de la Rada conserva los tópicos románticos dándoles un nuevo enfoque mucho más crítico donde los placeres dejan de pertenecer a un mundo idílico para ser condenados:
Los baños turcos son grandes edificios, cerrados con cúpulas que cubren un amplio patio, adornado en el centro por una fuente; patio que tiene alrededor muchas galerías, tanto en el que pudiéramos llamar piso bajo, como en el principal, en las cuales están dispuestos pequeños lechos, donde el bañista se sienta o recuesta para despojarse de sus ropas. La cúpula que cubre aquel gran patio, como las bóvedas de las habitaciones destinadas al baño, reciben la luz por aberturas en forma de estrellas, lo mismo que las que se conservan en los baños árabes que aún quedan en Granada, sobre todo en los ya casi destruidos de la carretera de Darro, adjuntos al hospital árabe, que allí existió, y en el palacio de la Alhambra. Tienen los edificios balnearios en Constantinopla y en toda Turquía, como las termas romanas, verdadero carácter artístico, con su cúpula, sus columnas de mármol o de alabastro, y sus revestimientos y adornos, en los que más se refleja el estilo bizantino, que el mahometano a que estamos acostumbrados los españoles.El lugar destinado a despojarse de los vestidos recibe el nombre de muchéllah y en él, después de haber dejado el bañista su traje, acucioso servidor, le ciñe la cabeza a manera de turbante con largas bandas de algodón labrado a listas, lo mismo que la cintura y parte de las piernas, sujetando a los pies unas sandalias de madera, colocadas sobre dos aditamentos a manera de tacones, uno en el sitio natural del calzado, y el otro en la parte de la planta, más cercana a los dedos, cuyos aditamentos tienen generalmente de 6 a 8 centímetros de altura. Colocado sobre aquella especie de zancos, que tienen por objeto el que el pié trasudado por el natural ejercicio, no se enfríe y se suprima la transpiración con el contacto inmediato del suelo siempre húmedo en todas las dependencias del establecimiento, es conducido por el mismo servidor que le ayudó en las operaciones anteriores a una primera habitación, donde por medio de caloríferos subterráneos, el aire está saturado de vapor a una temperatura muy elevada, que produce en los europeos no acostumbrados a tales pruebas, ligera dificultad en la respiración, la cual va desapareciendo a medida que el sudor aumenta. Después de algunos minutos de sufrir aquella cálida atmósfera y de transpirar copiosamente, se pasa a otra sala donde la temperatura es mucho más alta, sobre todo en la parte más cercana al calorífero preparado en el centro del local, bajo el suelo. En aquel verdadero horno se pasan momentos de fatigosa angustia, hasta que los pulmones se van acostumbrando a tan molesto ambiente, aumentando la traspiración de tal modo, que el bañista queda cubierto por un verdadero baño de sudor, que corre por todo el cuerpo, como si hubiera sufrido una prolongada lluvia. En tal estado, y cuando el servidor que hasta allí le ha acompañado cree que ya se halla suficientemente preparado para el sacrificio, le despoja de aquellos chales o bandas con que le había envuelto la cabeza y parte del cuerpo, y le sumerge repetidas veces, cuidando de que se moje bien la cabeza, en una tina o pila de agua caliente, tendiéndolo enseguida sobre una losa de mármol caldeada por debajo, como si fuera un cadáver en la losa de disección, comenzando en aquel momento la parte más molesta y dolorosa del baño; la operación que los franceses llaman le massage, y que nosotros no tenemos palabra propia para explicarla en castellano, como no le llamemos el amasado o amasamiento. En efecto, a la operación de amasar se parece lo que hacen con el pobre y resignado bañista, que va sufriendo los repetidos y rudos apretones de las nada blandas manos del implacable bañero, bajo las cuales crujen todas las articulaciones de las piernas, de los pies, de los brazos, de las manos y hasta del cuello y las espaldas; molesto ejercicio que sin duda tendrá por objeto facilitar los movimientos, pero que, no por su intención y acaso por sus buenos efectos, deja de ser menos doloroso. Con tal tormento no han terminado todavía los que le restan por sufrir al bañista. En seguida empiezan las fricciones, que más bien pudiéramos llamar desolladuras, pues el bañero cubriéndose la mano con una especie de guante sin dedos, a manera de brozas con que se limpia a los caballos, hecho con un áspero tejido de pelo de camello, empieza a pasar fuertemente aquel asperón por todo el cuerpo, arrancando verdaderos rollos de asquerosa materia, producida por el sudor y la grasa natural de la piel, y dejándola poco menos que a punto de saltar sangre. Después de esta segunda operación, queda el bañista abandonando algunos momentos, mientras su verdugo prepara jabón y estopas, y le cubre el cuerpo con una masa unctuosa y abundante que suaviza las carnes produciendo un inexplicable consuelo. En tal situación, el bañista, bajo aquella capa de espuma, parece un hombre de nieve, siguiendo luego la más agradable y última maniobra, que consiste en lo que pudiéramos llamar, el aclarado, para lo cual se da al bañista una escudilla llena de agua, por supuesto, caliente, para que se la arroje sobre la cabeza y en las espaldas, mientras el bañero derrama sobre él la menuda lluvia de una ducha o regadera de agua, no menos caliente, hasta que desaparece el último vestigio de la general jabonadura. Al llegar a este punto, el pobre bañista ha perdido hasta la conciencia de su personalidad, y se deja conducir como una masa inerte, sin poder explicarse como haya quien resista semejante martirio diariamente, y ve, sin darse cuenta de ello, que vuelven a calzarle los altos chanclos y que le envuelven en nuevos chales, también calientes, pues no parece sino que se han propuesto cocerle, y que pasándole gradualmente por las mismas habitaciones balnearias, le llevan a un lecho o diván, donde le dejan y donde él se deja caer completamente rendido y extenuado. Dicen que aquel reposo es el momento supremo de placer del baño turco. Lo comprendo bien: es el descanso después de una paliza inverosímil, que tal resultado produce aquella continuación de sudores violentamente excitados, de cocimientos, de fricciones, descoyuntamientos, jabonaduras y otros martirios. En aquel lecho del reposo, sino del dolor, envuelto en mantas también calientes, se toma con inexplicable placer limonada fria, café, helados, y se fuma la pipa o el narguilé, disfrutando una muelle soñoliencia, un placer negativo, una tranquilidad inexplicable, a la que los orientales dan el nombre de kief, y que es el único placer que produce el baño. Lo que no puedo decir, es si merece aquel perezoso y dulce far niente, las penas que para llegar a él se experimentan
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